Hace algunas semanas leí Precursoras del feminismo (Clave Intelectual), una antología de textos escritos entre finales del siglo XVIII y principios del XX. A simple vista, puede parecer una opción a descartar: habiendo tantas cosas nuevas todo el tiempo en todo el mundo, ¿por qué leer a unas señoras que tenían que explicar que eran seres racionales?
Al revés, creo que en el pasado todavía hay muchas contraseñas para entender el presente y pensar el futuro. Es cierto que el movimiento feminista y, en general, la movilización de las mujeres y las personas LGBT conquistaron derechos, vencieron prejuicios y abrieron muchos debates. Pero es igual de cierto que la opresión sigue siendo un pilar fundamental de las sociedades capitalistas contemporáneas, lo que explica que muchas críticas y preguntas mantengan su vigencia, aunque hayan cambiado su forma a lo largo de los siglos.
Me interesa el pasado, no por nostalgia sino por todo aquello que une nuestras luchas presentes con experiencias y conclusiones de las personas que pensaron antes que nosotras, incluso cuando hoy discutimos problemas que jamás imaginaron. Y me interesan las primeras veces, no por la primicia sino por la valentía original de cuestionar lo naturalizado. También por el efecto contagio que pueden provocar, una idea que siempre estuvo presente en las diferentes ediciones (muchas corregidas y ampliadas) del libro Luchadoras. Mujeres que hicieron historia (Ediciones IPS), que escribimos varias militantes de Pan y Rosas.
En Precursoras del feminismo, Tamara Tenenbaum escribe en el prólogo que “es demasiado grande la tentación de creer que todo se inventa cuando una nace”. En Feminismos para la revolución (Siglo XXI), Laura Fernández Cordero escribió que esa antología buscaba “contrapesar el efecto de novedad permanente de la marea feminista” y “anticipar nudos políticos y teóricos que ya se han enfrentado, y para desanudarlos con ideas previas que esperan volver al ruedo”.
Casi cualquier movimiento que explota al chocar con las promesas incumplidas de igualdad y de libertad que se empeña en hacer el capitalismo se codea con esa tentación. Menos por soberbia y más porque la urgencia no siempre es terreno fértil para la indagación sobre experiencias previas (que además no suelen estar en los manuales porque ningún sistema de opresión está interesado en que conozcas que alguien ya lo había cuestionado). Y muchas veces las nuevas generaciones nacen criticando las verdades de las anteriores, que no necesariamente son conclusiones de todo un movimiento pero se transforman en hegemónicas o mainstream (y no es casualidad que la mayoría de las veces se consoliden las que encajan menos incómodamente con las ideas hegemónicas de las clases dominantes). Sucedió después de cada ola feminista porque la igualdad de los derechos choca con la desigualdad de la vida cotidiana y porque es cada vez menos convincente la idea de pelear por la igualdad de género “a secas” en un mundo cada vez más desigual (o aparece la pregunta de si esa sería una igualdad por la que valga la pena luchar).
Yo era una chica moderna
Cuando leemos sin prejuicios generacionales o identitarios, es más común de lo que parece encontrarse en el pasado con ideas que creemos modernas (no de la Modernidad necesariamente, quizás más cercana a la que flotaba cuando César Aira escribió Yo era una chica moderna).
Mary Wollstonecraft pensó de una forma moderna el género, cuando hablaba de las “críticas y vituperios contra las ‘mujeres masculinas’” en su Vindicación de los derechos de las mujeres de 1792. Criticaba las actitudes y comportamientos que se enseñaban como femeninos (belleza, suavidad o debilidad). Y, en cambio, deseaba que “las mujeres se vuelvan cada día más masculinas”, si eso significaba “el intento de imitar las mejores virtudes masculinas o, para ser más precisa, de aquellas facultades cuyo ejercicio ennoblece el carácter humano y eleva a las mujeres por encima del reino animal”.
Eva Gore-Booth, poeta, sufragista radical y sindicalista irlandesa nació en 1870, casi un siglo después de la publicación del texto de Wollstonecraft, e hizo suya una idea que había leído en la novela Max de la escritora Katherine Thurston: “el sexo es un accidente”. Entendía el género “casi [como] un disfraz teatral que podía usarse y cambiarse a voluntad y tenía poco que ver con el centro de la personalidad”. Esto lo decía contra los conservadores y también contra algunas sufragistas que, según ella, “parecen dispuestas a aceptar con considerable humildad obstáculos más profundos para el autodesarrollo impuestos por la torpe diferenciación que divide la raza en ‘hombres y mujeres’”.
Es solamente un ejemplo para ilustrar que las ideas y preguntas (muchas intuitivas) sobre el género como construcción o performance, en los términos de Judith Butler, ya habían aparecido en las reflexiones de pensadoras y militantes mucho antes de los años 1990. Algo similar pasa con la “novedad” interseccional, que aparece (otra vez, intuitivamente o sin marco teórico) en discursos y denuncias tan antiguos como los de la sufragista negra Sojourner Truth en la década de 1800 o en la militancia de las sindicalistas, anarquistas y socialistas. La feminista marxista Lise Vogel sostiene que eso sucede porque no se le dio “la atención que se merecen a los aportes de militantes comunistas individuales, activistas y autoras que giraron a izquierda, tanto blancas como afroamericanas”, antes, durante y después de que Kimberlé Crenshaw acuñara el término interseccionalidad a fines de los años 1980.
Nada de esto desdice la potencialidad de las luchas y los cuestionamientos actuales. Al contrario, hilvanarlos en una tradición enriquece esa potencialidad. Valorar a las pioneras no significa construirles monumentos ni grabar sus ideas en bronce sino recuperar las que nos permiten pensar respuestas a preguntas que siguen vigentes.
Los conflictos, las denuncias y una abogada en bicicleta
Hablando de debates nuevos (y no tanto), la semana pasada se presentaron en Buenos Aires dos libros sobre temas candentes de la agenda feminista. Uno es El conflicto no es abuso. Contra la sobredimensión del daño de Sarah Schulman (Paidós). La introducción de Nicolás Cuello y Diego Del Valle Ríos contiene una propuesta de lectura de los temas que presenta Schulman. No es que me convenzan todas sus críticas ni todas sus iniciativas, pero hace preguntas sugerentes sobre cómo abordar los conflictos y evitar la deriva punitivista. Sí me interesó su reflexión sobre el giro “estatal” de sectores del feminismo, que le dieron a la Policía (una fuente indiscutida de violencia) autoridad de intermediaria en conflictos relacionados con la violencia machista cuando -explica Schulman- pasó de la búsqueda de la transformación de la condiciones sociales a la cooperación con el Estado.
El otro es ¡Denuncia! El activismo de la queja frente a la violencia institucional de Sara Ahmed (Caja Negra), sobre el que escribí en esta entrega. Me interesó la idea de no-performatividad como una herramienta para pensar críticamente las políticas que llevan la etiqueta “con perspectiva de género” y evaluar sus resultados, sobre todo cuando son los propios Estados los que usan ciertos discursos feministas para legitimar sus agendas.
La Ley de Lidia Pöet es una miniserie de Netflix inspirada en la vida de la primera abogada italiana. Son seis episodios que concentran las aventuras de una abogada a la que el Estado le dijo que no podía serlo. La resistencia de Lidia a aceptar esa negativa paternalista, que decía que ninguna mujer honesta debía entrometerse en los asuntos del derecho, empuja su lucha contra las injusticias. En los casos, en sus defendidos y defendidas podés ver muchos de los prejuicios que todavía caen sobre la mayoría. Entre mis escenas favoritas hay una en la que Lidia intenta montar una bicicleta con un vestido imposible; no es lo más práctico ni lo más cómodo pero sí una decisión inteligente para moverse sin la tutela de nadie si sos una mujer en el siglo XIX. La bicicleta, así de inocente como la ves, fue objeto de artículos “científicos” que advertían supuestos peligros para la salud de las mujeres como las deformaciones de “cara de bicicleta” o el deseo sexual femenino descontrolado (así como leés). ¿Cuál era el verdadero problema con las bicicletas? “Por primera vez [las mujeres] podían desplazarse de un entorno familiar y social que les oprimía y recorrer kilómetros sin depender del transporte de nadie”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario