Pasó mucha agua bajo el puente desde que las delegadas de la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas propusieron celebrar el Día Internacional de las Mujeres. Un día que nació de la lucha contra la opresión pasó décadas enterrado debajo de flores y golosinas. Cuando pensábamos que eso era lo peor, los gobiernos, las instituciones, las ONG y hasta las empresas intentaron e intentan domesticarlo a la medida de sus agendas “con perspectiva de género”. Las que apuntaron el día, quienes lo hicieron y lo hacen suyo, no tienen nada que ver con el feminismo de calendario que entra el 8M en los despachos oficiales, ahí donde el resto de la semana le cuidan el bolsillo a los ricos con más o menos mujeres (aunque siempre menos) en la mesa donde se toman las decisiones. Por estas y muchas otras razones, el 8 de marzo sigue siendo un día de lucha.
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Una noche de 1970 una chica de Granada se convertía en la primera Miss Mundo negra y un grupo de activistas organizaba la protesta feminista con mayor repercusión desde las acciones de las sufragistas a principios del siglo XX en el Reino Unido. Fue un 20 de noviembre en el Royal Albert Hall de Londres.
Casi al final de la película Miss Revolución (Misbehaviour, 2020) Jennifer Hosten, coronada Miss Mundo, le dice a Sally Alexander, a la que van a arrestar por provocar desmanes en el certamen: “Quiero tener tus opciones en la vida”. Según Hosten, la escena interpretada por Gugu Mbatha-Raw y Keira Knightley es casi igual a lo que pasó en la vida real. En un baño, dos mujeres tienen una conversación que de alguna forma sigue en curso en el movimiento feminista.
Cuarenta años después las protagonistas se cruzaron en una entrevista de la cadena británica BBC. Hosten recuerda que en ese encuentro “tuvimos la misma conversación [que en la película], ella decía ‘sabés que no las estábamos atacando a ustedes, atacábamos a la organización’” y agrega: “las mujeres de color no tenían las mismas opciones, no estaban incluidas de la misma forma ni se esperaba que participaran de la misma manera … No teníamos las mismas oportunidades en 1970 y creo que ese desafío continúa” (lo dice en 2020, en una entrevista con la revista Refinery29).
Muchos años después, Sally Alexander (la de la vida real) dijo que “viéndolo en retrospectiva, fue irónico que hayamos elegido ese año para protestar”. Siempre estuvo claro que las feministas no apuntaban contra las participantes pero, dice Hosten, “no hablaron con nosotras, el movimiento de mujeres, no hablaron con nosotras para explicarnos lo que intentaban hacer”. “Sentíamos afinidad con ellas porque entendíamos los temas de equidad… Sentíamos que las mujeres debían recibir el mismo salario que los varones por hacer el mismo trabajo”.
En la escena del baño, la opción de presentar a Miss Mundo como una tonta superficial era tentadora, pero la directora Philippa Lowthorpe eligió otro camino cuando Hosten le propone a Alexander una mirada distinta, que no desestima la protesta original sino que la amplía al incluir otros problemas de otras mujeres. Hosten no pregunta y sin embargo Alexander no sabe qué responder. En sus términos, conversan sobre la interseccionalidad (un concepto con interpretaciones y valores infinitos en el feminismo).
La novedad interseccional
Hoy la interseccionalidad es casi indiscutible en el movimiento feminista (aunque no todas las personas estén de acuerdo en qué significa y cómo funciona). Es parte del lenguaje de funcionarias y hasta empresarias, muy lejos de cuando las académicas negras como Kimberlé Crenshaw acuñaron el término a fines de los años 1980. Y sin embargo, ese tampoco fue el inicio de la historia.
La reflexión sobre el cruce entre clase, raza y género precede a Crenshaw y los ámbitos académicos. Era parte de las discusiones del movimiento feminista y el movimiento negro desde los años 1960 y 1970. La teórica Lise Vogel explora en “Más allá de la interseccionalidad” los que considera aportes previos y valiosos acerca de cómo se entrelazan en la sociedad capitalista la explotación de clase con la opresión de género y de raza. En ese artículo subraya el contexto en el que se impone el, según sus palabras, mantra interseccional sobre la trilogía raza/clase/género.
Lise Vogel dice que “no se trató solamente de las intervenciones de Crenshaw y otras académicas negras, más allá de que hayan sido importantes. Fue el contexto en el cual tuvieron lugar. Algo de ese contexto debe haber hecho a la interseccionalidad particularmente atractiva y a raza/clase/género, menos”. El contexto es finales de los años 1980, cuando muchos de los movimientos que habían incendiado las décadas anteriores eran reprimidos, perseguidos o cooptados (como pasó mayormente con el feminismo y el movimiento antirracista). “Quizás la interseccionalidad, como la ‘diversidad’, parecía mejor para incluir todo de forma accesible y matizada, mientras que, al mismo tiempo, preservaba la autonomía de los sistemas específicos dentro de la unidad de interseccionalidad”.
También subraya lo que se pierde cuando prevalece el uso de una palabra que (en teoría) incluye todo. “Otra característica atractiva de la interseccionalidad, en comparación con raza/clase/género, es que suprime las poderosas palabras raza y clase –con su capacidad de conjurar no solamente la opresión sino la violencia y sus gestos implícitos hacia la justicia social y el cambio estructural”.
Vogel no propone desterrar ni acuñar mantras diferentes. Su texto no busca adhesiones monolíticas, propone reflexiones y preguntas sugerentes sobre algo que parece obvio y que todo el mundo comparte, pero significa cosas diferentes y (sobre todo) se utiliza para cosas muy distintas. En un pasaje, habla de lo que perdemos si aceptamos el paradigma del “feminismo blanco” (según ella, que los problemas del movimiento se reducen básicamente a la preeminencia de las mujeres blancas -que tampoco es un bloque uniforme, recordémoslo-). Uno de sus ejemplos son los rastros de una historia rica en cooperación y solidaridad entre mujeres negras, blancas y latinas, hablando de Estados Unidos, donde escribe. Existen muchos más ejemplos de cooperación interracial que de cooperación interclasista. Y sin embargo, se mantienen velados muchos antagonismos de clase dentro de movimientos pluriclasistas como el feminismo, el movimiento de mujeres y personas LGBTIQ+.
Quizás la escena del baño en Miss Revolución no tiene que ver con esto. No es condición para disfrutarla o criticarla. Quizás alcance su voluntad de recuperar un momento en el que la mayoría de los debates del movimiento feminista tenían que ver con lo que dice Jo Robinson varios años después de esa noche de 1970: “Todas creíamos en la revolución entonces… Creíamos que se podía cambiar el mundo y que podíamos hacerlo”.
La manada y las brujas
La trama de La manada (emecé, 2021) de María del Mar Ramón es una que conocemos. Hache empieza el último año de secundaria en un colegio nuevo, su vida no es perfecta pero tampoco especialmente difícil. En la primera página un grupo de adolescentes muele a golpes a otro. No terminamos de recuperarnos y empieza el verdadero viaje hacia los lazos que construyen los varones entre sí, de qué hablan, qué piensan y cómo funciona el andamiaje de la masculinidad en la sociedad en que vivimos. ¿Son así? ¿Los educaron mal? ¿Hay algo que explique la violencia? ¿Cómo hace un grupo de varones para ponerse de acuerdo antes de hacer algo así? El nombre del libro remite a demasiados hechos contemporáneos, y aunque a la literatura no tenemos por qué exigirle actualidad ni coyuntura, La manada es trágicamente actual y coyuntural (sin necesidad de remitir a ninguna historia en particular y a muchas en general). Hay muchos momentos para detenerse y pensar, a mí me hizo un clic vacío cuando Hache se pregunta “Quién era él, sino todos ellos? ¿Habría un él sin ellos?”. Algo que me interesó mucho del libro de María del Mar es que no es neutral pero no juzga, decreta ni nos dice qué pensar. Porque intentar entender dónde está el problema no exime a los individuos que perpetran la violencia, solo nos obliga a buscar respuestas mucho más complicadas.
Hellbender suena al nombre de una banda porque lo es. La componen Izzy y su mamá, que viven solas en una casa en medio de la montaña. Es una historia de brujas sin moraleja ni relatos forzados de empoderamiento feminista, pero con muchas preguntas sobre la naturaleza humana y qué hace buenas o malas a las acciones. Esta especie de coming-of-age de brujas con folklore rural y banda sonora remasterizados para el siglo XXI existe gracias a la cooperativa fílmica de la familia Adams, que filma, actúa y produce sus películas. Hablando de brujas, el podcast Ocultonas (de Danila Suárez Tomé y Mariel Giménez) tiene un episodio dedicado a ellas. Acá lo escuchan.
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