14/6/22

Orgullo y prejuicio


Quiero la pavada romántica, a mí me gusta toda la cosa de la comedia romántica”, le dice Howie a Noah cuando llegan a Fire Island. La isla al sur de Long Island en el estado de Nueva York es, hace décadas, un lugar de reunión LGBT. Mucho antes de Stonewall, Fire Island fue el domicilio de la libertad para quienes vivían a la sombra de las prohibiciones. Hoy, más lejos de la revuelta y más cerca del marketing del arcoíris, se la conoce como “meca gay”. También es el escenario de Fire Island (2022), una comedia romántica escrita y protagonizada por Joel Kim Booster y dirigida por Andrew Ahn. 

La película narra las vacaciones de un grupo de amigos que llegan a la isla con diferentes objetivos: encontrar el amor, disfrutar el sexo, festejar y ver el atardecer. Como muchas comedias románticas, Fire Island tiene estereotipos y seguramente más de un lugar común. Lo que la distingue no es la búsqueda de un mensaje particular sino sus protagonistas, un grupo de varones jóvenes de minorías étnicas con poca plata y muchas deudas.

Inspirada en Orgullo y Prejuicio de Jane Austen, cuenta historias de amor y amistad, además de hablar de problemas de clase y etnia en las comunidades LGBT. El guionista Joel Kim Booster cuenta en una entrevista que había llevado el libro a unas vacaciones en ese lugar. “Mientras leía en la isla, me llamó la atención que las observaciones de Austen sobre las clases y las formas en que las personas interactúan entre sí a través de las líneas de clase me parecieron realmente proféticas y actuales, especialmente en el entorno en el que estábamos”. Booster no es el primero en reversionar a Austen. La escritora cuenta con varias adaptaciones que incluyen clásicas como Sensatez y sentimientos y originales como Clueless.

En Fire Island hay escenas como la de Elizabeth Bennet y Mr. Darcy apenas tocándose las manos, recreada en el baile de Noah y Will, hay conflictos bajo la lluvia torrencial y alguien escribe una carta abriendo su corazón (insólito en 2022 y posible porque Noah pierde su celular en una pileta). Quizás uno de los elementos más Austen sea que todo sucede en bailes y en fiestas, que en la isla se traducen en la “Fiesta de la ropa interior”, la fiesta en la casa de los chicos ricos (y blancos) o el Té (una forma ocurrente de evadir la prohibición de los bailes y la venta de alcohol antes de Stonewall). 

Fire Island no tiene aspiraciones políticas. Pero a veces, una representación motivada por experiencias y observaciones sobre el movimiento LGBT en el siglo XXI es suficiente para invitar a la reflexión. Si existiera la función de sugerir textos después de una película, una de mis recomendaciones sería leer a Peter Drucker y sus debates sobre la fragmentación de las identidades LGBT en el neoliberalismo. En esta entrevista de 2021, creo que podés encontrar ideas interesantes como la polarización de las comunidades (algo muy presente en la película, donde interactúan todo el tiempo los ricos y los pobres, los blancos y los no blancos), las contradicciones entre las condiciones de vida de la mayoría de las personas LGBT y las formas y discursos en los que se expresan las identidades en las sociedades capitalistas. 

Representación y confusión

Llegué a Fire Island por una “controversia” en las redes sociales (de la que me enteré, como me pasa seguido, escuchando el podcast de cine Hoy Trasnoche). Hannah Rosin, una escritora israelí-estadounidense,  tuiteó: “Fire Island desaprobó el test de Bechdel en una forma completamente nueva”. Los debates interesantes que aparecieron tienen menos que ver con las reacciones desbordadas de las redes sociales y más con lo que se desprende de su crítica.

La historia (corta) es así. En 1985, la historietista Alison Bechdel publicó “La regla” en su tira Dykes to Watch Out For (traducida como “Lesbianas de cuidado”, aunque a mí me gusta más “Lesbianas de las que tener cuidado”, pero como no soy Alison no opino). El personaje Mo (alter ego de Bechdel) definía las reglas para que una película no sea considerada machista: 1) en la película deben aparecer al menos dos mujeres; 2) en algún momento deben hablar entre ellas y 3) la conversación no debe versar sobre hombres. Bechdel dice que, en realidad, la idea fue de su amiga Liz Wallace (por eso le gusta que le digan “test Bechdel-Wallace”) y expuso su opinión sobre cómo se representaba a las mujeres en el cine. 

Su objetivo no fue crear un test pero es lo que pasó. Alison Blechdel es lesbiana, y esto lo cuento porque es importante para pensar el contexto específico en el que creó la tira y el test. Empezó a escribir Dykes to Watch Out For para crear una representación de su vida y la de sus amigas, algo que no existía o era mucho más marginal entonces que en 2022. El test fue incorporado a las críticas de guionistas, directoras, actrices y del movimiento feminista en general. La regla implica que en las producciones que “aprueban” el test hay personajes femeninos, están correctamente representados y tienen cierta complejidad (es decir, no son adornos). 

El test apunta muchas críticas justas a la mayoría de las películas y las series que vemos. A lo largo de las décadas y por el impacto de movimientos como los feministas, LGBT o antirracistas, el test fue complejizándose y, a la vez, abriendo nuevos interrogantes. ¿Es posible medir la representación? ¿Es suficiente sumar más reglas o más representaciones? O, más complicada aún, ¿puede expresar la representación en la producción audiovisual mainstream todas las experiencias de la sexualidad y la identidad? 

Las preguntas acumularon muchísimas respuestas. Cada una deja entrever también visiones diversas sobre la lucha contra la contra la opresión. Pasó bastante tiempo desde que el teórico cultural Stuart Hall reflexionó sobre la representación y cómo cuestionar los estereotipos de los sectores oprimidos en “El espectáculo del ‘otro’”. “El problema con la estrategia positiva/negativa es que al añadir imágenes positivas al ampliamente negativo repertorio del régimen dominante de la representación incrementa la diversidad de las formas en que se representa ‘ser negro’ pero no necesariamente desplaza lo negativo”. Su planteo, como el de Bechdel, tiene un contexto específico, sin embargo, podemos pensar en un sentido similar cómo circulan hoy las imágenes de “ser mujer”, “ser gay o lesbiana”, “ser queer”, “ser trans”. Él decía: “puesto que las formas binarias permanecen en su lugar, el significado continúa siendo enmarcado por ellas. La estrategia desafía los binarismos, pero no los socava”. 

La crítica de “faltan mujeres”, en una película que cuenta historias de amor, de sexo y de amistad entre varones gay, quizás hable más de los límites de la estrategia de desafiar las imágenes, que de la torpeza de la autora del tweet. La propia Alison Bechdel se rió de la crítica y de su propio test cuando dijo: “Ok, le acabo de agregar un corolario al test de Bechdel: Dos varones hablan entre sí sobre la protagonista de un relato de Alice Munro [una escena de la película] en un guión estructurado en base a una novela de Jane Austen = aprobado”. La representación importa y dice mucho de las sociedades en las que vivimos. Sin embargo, no es algo que podamos medir sencillamente y, en el mejor de los casos, no es algo con lo que podamos conformarnos (y esto último lo digo porque vivimos en un momento en el que, como diría Hall, se han añadido “imágenes positivas al ampliamente negativo repertorio del régimen dominante de la representación”). Es importante desafiar (y es algo cada vez más presente) pero también pensar estrategias para socavar.

Volviendo a Fire Island, me quedo con dos ideas. Una es del director Andrew Ahn, que explicó que había hecho películas donde hablaba de lo difícil de ser gay coreano-estadounidense: “es algo que hice antes y creo que es valioso y probablemente vuelva a hacer, porque es importante reconocer las dificultades”. Pero con Fire Island (donde también vemos las dificultades), quería destacar la alegría y cómo disfrutaba su experiencia. La otra es de Jane Austen, cuyas novelas no pasarían el test de Bechdel pero escribió: “hay tantas formas de amor como momentos en el tiempo”.

Otro día en el patriarcado de la brecha salarial. Google prefiere desembolsar 118 millones de dólares antes que reconocer que les paga menos a las mujeres que trabajan en su empresa. Así concluye una etapa de la demanda iniciada por cuatro exempleadas de Google, que cubriría a 15.500 mujeres, por desigualdad salarial. “Después de casi cinco años de litigio, ambas partes acordaron que resolver el caso sin admisión [de responsabilidad] o conclusión, es lo mejor para todos. Y estamos muy felices de llegar a este acuerdo”. Esto dijo Google después de acceder a pagar para evitar que se llegue a una decisión judicial que afirme lo que todo el mundo sabe, en primer lugar sus empleadas: el gigante de internet discrimina (y no solo en los salarios). ¿Por qué? Porque una sentencia judicial que confirme la discriminación puede abrir una caja de Pandora legal y replicarse en otros lugares de trabajo, tan o más desiguales que Google. Y, sobre todo, porque la empresa sabe que esta demanda no se ganó solamente en las salas de reuniones y los tribunales, la decisión llega cuando la calle vuelve a moverse en defensa del derecho al aborto y los derechos sindicales (con la certeza de que no hay una grieta entre ambas luchas). La brecha salarial es evidencia de la opresión de la mitad de la población pero no es la única. 

Policías del lenguaje, chistes de minas y una horda primitiva

¿Se puede prohibir el lenguaje? El jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, anunció que prohibirán el uso del lenguaje inclusivo en las escuelas porteñas. Un aviso si leés fuera de esta ciudad: no existe material didáctico o institucional en lenguaje inclusivo, la prohibición es para docentes y estudiantes. Además de reaccionario es impracticable, basta un recorrido breve por la historia de las prohibiciones lingüísticas para saber que no sirven más que para perseguir (y quizás ganar algún voto que hoy prefiere ofertas como la de Javier Milei). Hay algo mucho más interesante detrás del debate berreta de prohibir y Santiago Kalinowski lo cuenta en esta entrevista

Contra todo pronóstico (sobre todo el mío), la segunda temporada de Hacks es tan buena como la primera. Empezó con un diálogo generacional que parecía imposible: una veterana de la comedia empujada al retiro por haber “pasado de moda” (Deborah Vance interpretada por Jane Smart) y una comediante joven “cancelada” prematuramente por un chiste inconveniente (Ava interpretada por Hannah Einbinder). Hacks no es “la serie feminista que tenés que ver” pero tiene mucho más para decir sobre la comedia, las mujeres, la vejez y la sexualidad que cualquier serie con esa etiqueta. 

La horda primitiva (TusQuets 2022) de Julia Coria llegó a mis manos casi de casualidad. En esta novela, la horda es la forma que adquieren las familias que construimos, las que no tienen que ver solo y necesariamente con los lazos sanguíneos y de certificados. Hay personas viejas y jóvenes, hay niñas y niños “grandes, chicos y chiquitos”, algunas pasaron por el registro civil, otras no tienen nada que ver con el árbol genealógico y sin embargo son importantes e imprescindibles. ¿Qué es imprescindible? Quererte, despertarte con algo calentito, improvisar un cumpleaños en el peor momento posible, dejarte un mensaje, compartir momentos. La lista es interminable pero sencilla. En La horda primitiva todo se mezcla con un policial sangriento: un asesino desata un raid sádico contra embarazadas y sucumbe el hogar sostenido por dos matriarcas fanáticas de las novelas policiales (si te gusta el género, está llena de referencias literarias) que investigan y arriesgan hipótesis mientras distraen a la Policía, preparan sanguchitos de milanesa y pastel de pollo, y se aseguran todos los días de que las personas de su horda sepan que alguien las quiere en este mundo tremendo. 


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