1/11/22

Brasil decime qué se siente

El domingo a la noche, hubo fuegos artificiales y gritos de desahogo en muchas calles de Brasil. La aspiración justa de que se vaya Jair Bolsonaro encendió los festejos, pero también abre muchos debates en torno a cómo terminar con el bolsonarismo en todos los terrenos, sus reformas económicas y sus ataques a los derechos democráticos. 

El triunfo de Lula, la derrota de Bolsonaro y la ultraderecha en el país más grande del continente impactan en el mapa político regional. La polarización se mantuvo hasta el resultado del balotaje y la mayoría de los portales tituló “Ganó Lula pero es más complejo”. La polarización incluyó, como en otros países, un desplazamiento a derecha de la agenda política. La pelea por el voto evangélico o cristiano marcó las últimas semanas, aunque la moderación ya había empezado en la fórmula con Geraldo Alckmin, otrora opositor por derecha a Lula y al Partido de los Trabajadores (PT). El argumento para esa moderación fue frenar el avance de la extrema derecha en las urnas y la amenaza contra la democracia; el resultado definitivo se verá en el próximo gobierno que lidiará con un escenario internacional complicado y un bolsonarismo fortalecido.

Bolsonaro representó retrocesos para la mayoría de la población. A la vez, los discursos de odio tuvieron megáfono oficial: misoginia, homofobia y racismo fueron marcas vistosas y registradas de su gobierno. Los derechos de las mujeres y las personas LGBT estuvieron bajo ataque permanente. Cualquiera que haya participado de una u otra forma en el feminismo, el movimiento de mujeres o el movimiento LGBT sabía que una de las dos boletas era su enemigo declarado. Lo contrario no es tan fácil de afirmar, tanto Lula como Alckmin decidieron pronunciarse oficialmente contra el derecho al aborto en la segunda vuelta y privilegiar los discursos sobre la familia y la libertad de religión. No hay una cuestión que defina más que otra una fórmula presidencial, pero cuando circulan “exigencias” de apoyo a una candidatura para frenar un mal mayor se habilitan debates que parecen antipáticos pero definen temas vitales para la mayoría de la población. Vital en un sentido literal: durante las audiencias públicas en el Tribunal Supremo Federal en 2018 se estimó que el aborto clandestino es la cuarta causa de muerte relacioanda con la gestación en Brasil. 

¿Por qué el derecho al aborto tiene carácter negociable? ¿Por qué las brasileñas deberían aceptar menos de lo que exigimos para nosotras en Argentina? Si no se ve como inaceptable relegar un derecho tan elemental es justamente por el rol clave que sigue jugando la opresión en las democracias capitalistas, aun cuando hayamos conquistado derechos (formalmente para todas y todos, materialmente para algunas y algunos).

Las mujeres no tienen quién les escriba

En su “Carta Pública al Pueblo Evangelista” el presidente electo dio fe de sus compromisos y confirmó su rechazo al derecho al aborto. Lula aseguró que “tiene compromisos con la vida plena en todas sus fases” y rectificó así la participación en un debate previo a la campaña (cuando dijo que era un tema de salud pública). Hay sectores que argumentan que es “repliegue táctico” o una artimaña discursiva para evadir los ataques bolsonaristas. ¿La única forma era comprometerse a que sigan los abortos clandestinos que matan, como dijo Lula, a mujeres pobres? ¿Tendríamos que esperar un giro radical en el próximo gobierno del PT? ¿Se desmantelarán, de mínima, los avances reaccionarios de estos años? 

Bajo el bolsonarismo se emitió la ordenanza 2282 del Ministerio de Salud que creó nuevas reglas para los abortos legales autorizados en el Código Penal brasileño (por violación, anencefalia o riesgo de vida de la persona gestante). Obliga a las y los profesionales de la salud a informar a la Policía, se exigen “evidencias” y firmar una declaración jurada que acepta la acusación de falsedad ideológica y aborto si se considera que no hay pruebas suficientes. Estas medidas multiplican los obstáculos y alientan a los sectores más reaccionarios, como se vio en 2020 cuando una niña de diez años, víctima de una violación intrafamiliar, debió ingresar escondida en el baúl de un auto a un hospital de Recife (Pernambuco) para evitar a los grupos antiderechos que buscaban impedir el acceso a la interrupción legal. El procedimiento se garantizó con movilización, hubo guardias permanentes de organizaciones y activistas en las puertas del hospital, acompañaron a la familia y apoyaron a los profesionales amenazados. 

La crueldad estatal se agudizó pero se inscribió en un patrón de criminalización que ya existía. “Para entender cómo llegamos a este punto, es necesario recordar que el PT gobernó el país 14 años y no avanzó en la legalización del derecho al aborto, todo lo contrario, los sectores reaccionarios que hoy celebran la ordenanza [de Bolsonaro] son los mismos con los que se hicieron pactos, como el Acuerdo Brasil-Vaticano y la Carta al Pueblo de Dios”. Esto me lo contó Janaína Freire, historiadora, profesora universitaria y militante feminista en 2020 cuando el movimiento de mujeres resistía en Pernambuco. 

Esta no es la primera vez que el PT resigna el derecho al aborto y el problema de salud pública que significa para la mayoría de las mujeres y personas con capacidad de gestar. Dilma Roussef también escribió una “Carta al Pueblo de Dios” y prometió no impulsar ninguna iniciativa que promueva cambios en la ley de aborto o en cualquier otro tema “relacionado con la familia” (cumplió). El objetivo de la carta era conseguir un acuerdo con la bancada evangélica para garantizar la gobernabilidad, la misma bancada clave en la destitución de Dilma. Ningún compromiso fue suficiente para evitar el golpe institucional, pero se consolidó el patrón de criminalización que afecta, sobre todo, a las pobres, a las negras y a las jóvenes de forma desproporcionada. 

Cuando Bolsonaro cerró su campaña en 2018, alrededor de la consigna #EleNão (Él no) se organizaron las marchas de mujeres más masivas de las últimas décadas en Brasil. Algo parecido había pasado en 2017 en Estados Unidos: la Women’s March rompía todos los récords para repudiar a Donald Trump el primer día de su presidencia. La movilización de las mujeres apostó instintivamente a la fuerza de la calle. Durante los años que siguieron, los movimientos estuvieron y están cruzados por debates y estrategias contrapuestas. En Estados Unidos y en Brasil, sectores del feminismo aceptaron relegar las demandas de la mayoría de las mujeres y las personas LGBT en pos de enfrentar un mal mayor. Sabemos cómo terminó una parte de la historia en Estados Unidos. No es necesario empezar de cero en Brasil. 

Las alas que corta Putin, las diatribas y las chicas de Derry

La semana pasada la Duma (Cámara Baja) aprobó el proyecto del presidente ruso Vladimir Putin para ampliar la ley de “antipropaganda gay” sancionada en 2013 (entonces destinada a las producciones infantiles). Así se profundiza la política de persecución estatal contra las personas LGBT en ese país. Con esta ley se borraría además parte de la tradición literaria rusa porque en la clasificación propuesta entra la novela Kryl’ia (Alas) de Mikhail Alekseevich Kuzmin publicada en 1906, una de las primeras novelas modernas que habló de un coming out y una relación romántica entre personas del mismo sexo. Esto lo cuenta el historiador Dan Healey en Homosexualidad y revolución (Final Abierto), una de las obras más completas sobre la homosexualidad en Rusia antes y después de la revolución de 1917. Si les dio algo de curiosidad, hace un tiempo conversé con Dan sobre su libro. Ni el zar se animó a tanto. 

El libro de las diatribas (Vinilo Editora) reúne miniensayos sobre temas tan disímiles como el matrimonio, la nostalgia, el trabajo o los temas en el arte. “La única libertad que otorga el matrimonio es la de irse” escribe Dolores Gil en el texto que abre el libro. Otro de mis favoritos es el de Tamara Tenenbaum contra la nostalgia o “Nada que extrañar” como dice el título. “La nostalgia es un sentimiento, pero se ha convertido en una industria; una industria que juega, justamente, con ese sentimiento, esa debilidad de los adultos por las cosas que les recuerdan tiempos más simples. Pero ese reciclaje permanente, ese intento de entregar lo viejo una y otra vez, de sacarle hasta la última gota, es lo que impide que esa cultura del pasado pueda convertirse en una tradición, o más bien, que pueda leerse y nutrir como nos nutre una tradición”. 

Derry Girls cuenta la historia de un grupo de chicas (incluyo a James porque creo que a él no le molesta ser una más) de la ciudad de Derry en los años 1990, atravesados por el conflicto irlandés, y el deseo adolescente siempre cruzado más o menos por la política y la economía. Son hijas de familias trabajadoras y alumnas de una escuela católica que hacen lo que pueden para aprender a lidiar con un mundo demasiado complicado. Venía muy empapada de la causa irlandesa, por algunas historias que conté acá y acá, y la verdad creo que el final da para muchas discusiones, pero lo que más me gustó fue cómo la guionista Lisa McGee encontró la mezcla justa de rebeldía, dulzura y frustración que es la adolescencia, con chicas que no son ni tal cool ni tan raras como las que adoran las series contemporáneas. Son comúnmente torpes pero creen que tienen las respuestas, como nos pasó a todas. Me hizo acordar a cuando mis chicas de Derry y yo cantábamos “Prueba de valor” de Horrible de Suárez (aunque confieso que nunca tuve que pelearme como ellas para conseguir las entradas de Fatboy Slim).



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