La semana comenzó con la agencia de noticias Télam vallada y rodeada de policías, en una nueva incursión del gobierno en la batalla cultural, que acompaña el ajuste extremo mediante la licuación de los salarios, las jubilaciones y la destrucción de los programas sociales. En el inicio de las sesiones ordinarias del Congreso, el presidente anunció el cierre de la agencia “utilizada durante las últimas décadas como agencia de propaganda kirchnerista”. Además de despidos y atropellos a la libertad de prensa, el cierre de Télam persigue algo parecido al del Inadi: ofrecer culpables y respuestas confortables de por qué empeoran las condiciones de vida de la mayoría. El lunes terminó con un abrazo a Télam. Que sea solo un aviso de que la resistencia a estos ataques disciplinadores recién empieza.
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El 8 de marzo de 1984 cayó jueves. Fue la primera manifestación del Día Internacional de las Mujeres después de la caída de la dictadura. El año anterior se había conformado una multisectorial de mujeres de partidos políticos y agrupaciones feministas con posturas diferentes (tan diferentes que cuenta Magui Bellotti de ATEM 25 de noviembre que en una de las charlas previas preguntó -con tono chicana, según sus palabras- “¿y las feministas vamos a estar incluidas?). De hecho, fue una discusión entre varios grupos feministas si debían sumarse o no y varios debates seguirán en el primer encuentro nacional de mujeres de 1986.
La multisectorial representaba una parte de las discusiones, la que aceptaban los partidos políticos mayoritarios, y un momento del movimiento, siempre tensionado entre la calle y las instituciones. La convocatoria a la marcha solo incluyó siete puntos y dejó de lado temas como la dictadura (algo de lo que la UCR y el PJ preferían no hablar), Bellotti cuenta en la misma entrevista:“la decisión de los puntos fue muy trabajosa… fijate que no hay nada de derechos humanos”. Tampoco incluyó la demanda del derecho al aborto, que atravesaría el movimiento durante décadas, con detractores y detractoras a ambos lados de la grieta, que sostuvieron la criminalización hasta la última votación en 2020. Eso no impidió que se vieran muchas pancartas con consignas que no estaban contempladas en la convocatoria oficial.
En la estela de ese 8 de marzo, que sería la primera de muchas movilizaciones, se consiguieron las leyes de patria potestad compartida en 1985 (reconocía los derechos de las mujeres respecto de sus hijos e hijas) y la de divorcio vincular en 1987. Pasarían varios años antes hasta conquistar otros derechos con resultados desiguales. La igualdad ante la ley nunca fue la igualdad ante la vida pero además hay problemas que las leyes no pueden “resolver”, a lo sumo brindar algunos paliativos (legítimos, necesarios e insuficientes) de las desigualdades que reproduce el capitalismo todos los días.
Cuatro décadas después, hay desafíos nuevos y otros se mantienen, se transformaron pero siguen ahí. Como en 2001 cuando la crisis marcó un nuevo despertar con el aliento de las asambleas populares, las fábricas recuperadas y el reclamo del derecho al aborto legal dejando de ser susurro. Como en 2015 cuando Ni Una Menos y la lucha contra la violencia patriarcal señalaron que el Estado es responsable, en 2016 con el abrazo a la idea de la huelga como herramienta de lucha o en 2018 con la masificación de la lucha por el derecho al aborto (que nació como un piso y quisieron convencernos de que era un techo). Oficialismos y oposiciones siempre encontraron incomodidad en un movimiento que obliga a las democracias a mirarse al espejo y les recuerda que no cumplen siquiera sus promesas formales.
Este 8 de marzo será parecido a otros pero también muy distinto. Desde el día cero, el gobierno de Javier Milei apuntó contra nuestro movimiento y emprendió dos guerras. Una es económica y somos parte de un blanco masivo: salarios licuados por la inflación, aumentos de tarifas y recortes de programas sociales (somos la mayoría de los sectores afectados porque las mujeres somos demasiadas entre las personas pobres, el trabajo informal y las jubilaciones mínimas). La otra es cultural y política, quieren convencer a la población de que su vida es peor porque se eliminó la criminalización del aborto, porque no es legal discriminar a alguien por su identidad o su sexualidad.
La clave del éxito de esas guerras es mantenerlas separadas, por eso unirlas es más importante que nunca. Y vas a escuchar a las militantes de Pan y Rosas en cualquier asamblea del 8M proponiendo unir y no dividir las demandas, sin importar quién gobierne, pero sobre todo frente a este gobierno que está dispuesto a destruir nuestros derechos en su camino de destruir todo. Somos las que hablamos de nuestros derechos aunque alguien diga que no es conveniente porque hay hambre y las que decimos que hay que denunciar el ajuste aunque alguien diga que no es conveniente porque es un gobierno “con perspectiva de género” (que presumía su agenda progresista un día y le cuidaba el bolsillo a los ricos el resto de la semana). Podría buscar un resumen original de esa idea pero me gusta el que hizo un grupo de trabajadoras textiles del noreste de Estados Unidos en 1912 cuando dijo que su lucha era por el pan pero también por las rosas.
Textiles y textos
En la obra de teatro El punto de costura, Cynthia Edul (a cargo del texto, la dirección y la lectura) cuenta la historia de su familia y para eso habla de la historia de países, de clases sociales y un poco de la historia de la humanidad. Cuando leí que la obra exploraba “la historia del tejido, la historia de las labores femeninas y la historia de la palabra. La premisa de la obra es que, porque pudimos hilar, pudimos hablar, pudimos escribir y también imaginar” pensé que era una forma de contar de qué se trataba. Pero la obra es exactamente esa mezcla de texto y texturas, de fragmentos literarios que son testimonio de la marca de los textiles en nuestra historia y las texturas sonoras de Guillermina Etkin que musicaliza (y mucho más) en vivo. El punto de costura es una historia íntima pero también es economía, es política y es lucha de clases y así se ve en las “invasiones” de la inmigración, la textil Flandria, la dictadura, el neoliberalismo de los ‘90 y la foto de las obreras de Brukman como un tatuaje del 2001 que nadie tiene que explicar qué significa. El punto de costura va a estar los viernes de marzo y abril en El galpón de Guevara, ojalá puedan verla.
Cuando arde la coyuntura parece un sinsentido recomendar un libro pero es justamente lo que voy a hacer. En La vida emocional del populismo (Katz Editores) Eva Illouz analiza cuatro emociones que considera centrales para entender algo del avance de las nuevas derechas: el miedo, el asco, el resentimiento y el amor. Me pareció particularmente interesante el capítulo sobre el resentimiento, “una emoción que rumia, recrea y reaviva el mal que nos han hecho”, y el cambio que opera sobre una emoción que funcionaba de abajo hacia arriba y ahora funciona en múltiples direcciones. Y rescata una idea sobre el resentimiento que quizás sirva para mirar de cerca la alianza heterogénea que alimenta partidos como La Libertad Avanza: “[el] ‘privilegio agraviado’, la herida que sienten los grupos que reclaman el privilegio perdido o denuncian el privilegio de otros”. Parece que habla de Argentina 2024 pero no.
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