Cuando alguien habla de Un cuarto propio de Virginia Woolf, aparece muy pronto la idea de la independencia económica. No es accidental, ese ensayo de 1929 reflexionaba sobre una pregunta que le habían hecho a Woolf en una conferencia: ¿qué necesitan las mujeres para escribir buenas novelas? Ella respondió: un cuarto propio y quinientas libras al año (no era marxista ni materialista, sin embargo su ensayo reflexionaba sobre las condiciones materiales, entre otras cuestiones). Pero hay otro texto menos conocido, Life as We Have Known It (La vida tal como la conocemos, editado por la asociación de mujeres Women’s Co-operative Guild), que conecta a Virginia Woolf con la misma cuestión, desde otro punto de vista. Me crucé con este texto en Un millón de cuartos propios (Paidós) de Tamara Tenenbaum. Conocía al Women’s Co-operative Guild por su presencia en el movimiento sufragista británico, pero nunca había leído el libro publicado por Hogarth Press (la imprenta de Virginia y su marido Leonard, o al revés).
El Women’s Co-operative Guild se fundó en 1883 como parte del movimiento cooperativista, con el objetivo de mejorar la situación de las mujeres a través de la educación. Era una idea bastante amplia, por lo tanto su composición era muy heterogénea. A fines del siglo XIX en el Reino Unido ya existían organizaciones mixtas de trabajadores y trabajadoras, pero había asociaciones donde las mujeres se enseñaban unas a otras cosas básicas como leer y escribir, algunas tenían “escuelas” sindicales o políticas y también compartían algo de tiempo libre (que escaseaba ayer y escasea hoy). Algo de eso capta Virginia en la introducción que escribe para el libro, en la que reflexiona cómo se hace el cuarto propio entre la fábrica y la casa para las trabajadoras. Woolf escribe que el Women’s Guild a lo largo de su historia había proporcionado a las obreras “la más extraña de las posesiones, un cuarto donde podían sentarse y pensar alejadas de las ollas hirviendo y el llanto de los niños; y entonces esa habitación se convertía no solamente en una sala de estar y lugar de reunión sino un taller donde, pensando juntas, podrían remodelar sus casas y sus vidas, podrían superar esta o aquella reforma”.
Surgieron organizaciones similares en la transición del siglo XIX al siglo XX, cuando las mujeres ingresaban al mundo de la igualdad de la explotación asalariada a la vez que eran explícitamente expulsadas de la igualdad de derechos civiles y políticos. No por nada los guilds y los unions (su versión estadounidense) fueron territorios donde se cruzaron sindicalistas, sufragistas y socialistas como Eva Gore-Booth o Sylvia Pankhurst, conocidas por su militancia entre el movimiento obrero y el sufragismo. Y, ahora que lo pienso, ambas tenían también una relación directa con la producción artística.
Eva era poeta y cuando su nombre empezó a sonar en el mundo literario ya se había mudado a la ciudad industrial de Manchester y surfeaba la ola de sindicalización femenina más grande de la primera mitad del siglo XX. Su primera experiencia combinando arte y política fue fundando una sociedad teatral isabelina de obreras textiles y escribiendo la obra Fiammetta que hablaba sobre la igualdad entre los géneros. Hacían funciones para mujeres en locales sindicales, donde también organizaban tés y debates, con la idea de que las trabajadoras participen antes de volver a sus casas. Sylvia pintaba (sus cuadros hoy están en el museo Tate de Londres) y le dedicaba cada vez más tiempo a la militancia. Ya adulta escribió sobre la lucha en su interior: “por una parte, la necesidad de sobrevivir, y si merecía la pena esa lucha individual para llegar a ser una artista, haciendo que en la realidad se reconocieran mis creaciones… Por otra, estaba la exigencia que planteaban las grandes luchas sociales para mejorar el mundo”. Cuando escribía sobre el mundo nuevo pensaba en una vida que fuera “una gran aventura en la que cada brizna de energía se volcase en tareas elegidas por uno y llenas de valor y belleza”. Creó imágenes como el “Ángel de la Libertad”, que quedarían asociadas a las sufragistas británicas en objetos y accesorios que vendían para financiar la Unión Política y Social de Mujeres (WSPU, una de las más conocidas del Reino Unido, y su primer lugar de militancia por el derecho al voto voto).
Organizaciones como los guilds o los unions, muy seguido ninguneadas por otras más grandes o más tradicionales, eran punto de partida de pequeños estallidos con consecuencias que iban mucho más allá de sus pequeños “dominios”. Una de mis favoritas es la Liga Sindical de Mujeres (Women’s Trade Union League), que no era un sindicato sino un grupo en el que militaban trabajadoras y sufragistas para fortalecer la organización sindical y por el derecho al voto. En la Nueva York industrial de 1906, un grupo de trabajadoras textiles con el apoyo de la Liga funda el local 25 del sindicato del vestido para organizar a más mujeres. Como el sindicato era mayoritariamente masculino y las relegaban todo el tiempo, buscaron apoyo en otros brazos, los de las sufragistas (no era un apoyo platónico, las acompañaban en los piquetes, las socorrían cuando la Policía las golpeaba y pagaban las fianzas cuando las detenían). El local 25 termina organizando la huelga de las camiseras de 1909 que acorta la jornada laboral y aumenta los salarios. Una de las dirigentes de esa huelga fue Clara Lemlich del local 25; tenía 17 años y muy poca paciencia. Se parecía mucho a las chicas de 17 de hoy, con trabajos precarios y sindicatos que les dan la espalda. Ojalá tengan tan poca paciencia como ella y armen su “local 25”.
Me fui por las ramas, volviendo al librito editado por el Women’s Co-operative Guild, en su lectura se pueden encontrar reflexiones sobre la autonomía y su construcción colectiva. Virginia Woolf le escapa a la condescendencia, cuando la secretaria del guild le dice que no sabe si va a querer leer los textos porque tienen faltas de ortografía o las trabajadoras “no saben escribir” ella le responde que si falta algo es porque “las cartas son solamente fragmentos. Esas voces recién comienzan a emerger del silencio”. La vida de Virginia, como ella misma escribe, estaba muy lejos de la vida de las escritoras de esos textos “escritos en las cocinas, en momentos robados aquí y allá, en medio de distracciones y obstáculos -pero no hace falta que yo, en una carta dirigida a usted, le explique las dificultades de la vida de las mujeres trabajadoras”.
El libro, la fábrica y el concurso
Como parte de otra búsqueda, la escritora mexicana Valeria Luiselli también cruzó las fábricas con la literatura; otras fábricas y otras historias mucho más cercanas en el tiempo. En La historia de mis dientes (Sexto Piso), Luiselli explora la relación entre arte y valor durante las subastas de Sánchez Sánchez, en las que los objetos aumentan su valor en relación directa con las historias que cuenta el subastador. La escritura del libro se da en un contexto particular, un proyecto de la Fundación Jumex (empresa de jugos) para la colección de arte contemporáneo El cazador y la fábrica. Le pidieron que escribiera una historia en entregas para el catálogo de la exposición y las publicara en un blog con la condición de que sucedieran en la fábrica Jumex de Ecatepec (México). Luiselli rechazó la idea del blog pero aceptó hacerlo en entregas, y propuso a su vez escribirlas para los obreros de la fábrica de jugos, a quienes les propuso un intercambio. Ellos leerían la entrega y le harían una devolución en audios, ella los escucharía e incluiría su respuesta en la entrega siguiente. Así se fue armando un diálogo entre los trabajadores de la fábrica y la escritora y, como se lee en la novela, aparecieron preguntas frecuentes, ¿qué es arte? ¿Quiénes son los artistas? ¿Quién decide?
El lunes 31 de marzo se estrenó El concurso (dramaturgia y dirección de Felipe Villanueva). Cuenta la historia de Pablo, que es carpintero y escribe un cuento con el que llega a un concurso literario. Ahí se cruza con escritoras y escritores con otras experiencias y en diferentes momentos flota la pregunta de qué hace a un escritor. ¿Basta con escribir? ¿Es talento, oficio o qué? La obra de teatro transcurre en los jardines del Museo Larreta, vos vas acompañando el recorrido de Pablo, Camila, la organizadora y Mariano Arévalo, un escritor veterano que lee con algo de amargura el cuento del recién llegado. ¿Es más escritor que él? Actúan Julián Infantino, Raúl Antonio Fernandez, Eliana Murgia y Graciana Urbani. Tiene música en vivo (Agustín Cañás) y alguna escena lisérgica.
Dejo para el final el rinconcito autorreferencial: el sábado pasado en nuestro programa El Círculo Rojo (ahora estamos los sábados de 12 a 14 horas en Radio con Vos) estuvimos conversando con Tamara Tenenbaum sobre su libro, las épocas y las ideas. También hablé de la serie Adolescence (ya se ha dicho todo, lo sé) pero a lo mejor te interesa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario